La queja como una forma de vida 1: Mi experiencia en la Biblioteca Vasconcelos

El otro día visité la Biblioteca Vasconcelos. La última vez que estuve ahí fue antes de que tuvieran que cerrarla para reparar los problemas estructurales del edificio. Regresar fue una de esas experiencias que estimulan una de las características que me definen como la persona que he sido toda mi vida: la queja como una forma de vida.

Nada más al entrar, me topé con un feo graffiti en los cristales superiores de la fachada de la biblioteca. Nombres de autores clásicos escritos con letras bastante feas y todo sin la más mínima muestra de talento. Si bien la experiencia antiestética fue desagradable, lo que en realidad me hizo entornar los ojos con desprecio fue el hecho de que lo primero con lo que uno se topa al entrar en la biblioteca es la museografía del graffiti, con acercamientos a los distintos "elementos destacados" del mural y la lista de todos los graffiteros que participaron en su elaboración.

Seguí adelante y pasé por el acceso a la zona de libros. Afortunadamente, yo no llevaba cosas, pero un par de mujeres que entraban al mismo tiempo fueron detenidas porque hay una prohibición de pasar con mochilas o bolsos grandes. Tuvieron que bajar a la planta baja a dejar sus cosas en la paquetería.

Me acerqué a las computadoras que están dispuestas para que uno consulte el catálogo electrónico. De las tres que había, una no servía y la otra estaba ocupada. En la tercera no estaba abierto el catálogo y tuve que esperar a que la pobre computadora atontada pudiera abrir el Internet Explorer y me conectara. Una vez que decidí que quería leer sobre psicología encontré rápidamente un par de referencias a libros que parecían interesantes. Para molestia mía, no había ningún papelito o bolígrafo a la mano, así que tuve que grabarme que los libros de psicología parecían estar en el 640 y salir en su búsqueda.

Quienes han visitado la Biblioteca Vasconcelos saben que es un sitio inesperadamente grande. Mide unas 3 ó 4 cuadras de largo como por una de ancho y hay 7 pisos de estantes y estantes de libros. Quienes han estado ahí también saben que es especialmente sencillo perderse. En principio, los libros están ordenados usando el sistema de la Librería del Congreso (de Estados Unidos, por supuesto); sin embargo, es imposible saber hacia dónde quedan los 600s o los 200s. El sitio es tan vasto que la mirada sólo abarca unos cuantos pisos de libros. Los anaqueles numerados no se siguen en un orden lógico autoevidente, y que hay que buscar dónde está la clasificación que uno quiere usando un método probabilistico, porque tampoco hay carteles o mapas que indiquen el camino.

Tras un rato de búsqueda (y varias escaleras y puentes recorridos) encontré por fin la sección de los 640, pero resultó que los libros ahí eran sobre mercadotecnia y administración aplicada. Algo frustrado, quise consultar el catálogo de nuevo para recordar el resto de los números de la clasificación libro y buscar dentro de esa sección. En muchos rincones de la biblioteca hay computadoras que parecen dispuestas para que la gente las use. Encendí una y me senté, pero inmediatamente llegó una mujer epsilonesca a decirme que prender las computadoras estaba prohibido si uno no la pedía primero en la entrada (que ahora estaba a cientos de metros de distancia). Le respondí que sólo quería consultar el catálogo, pero me dijo que no se podía, que para eso debía ir a las computadoras de catálogo que estaban en ese piso, más o menos a la misma altura de la entrada.

Resignado, caminé unos 100m hasta las computadoras de catálogo. Hice mi consulta, pero de pronto ya no quería leer el libro del principio. Afortunadamente, justo a un lado estaba la sección de literatura americana y tras vagar unos cuantos pasos encontré varios libros de Asimov con sus cuentos de los viudos negros. Hubiera tomado uno de cada uno, pero carteles por todas partes señalan la regla de que uno no debe tomar más de tres libros al mismo tiempo (aunque haya decenas de ejemplares de cada título). No quise probar suerte... Recordé que en otra ocasión que había intentado algo así apareció inmediatamente uno de aquellos epsilones que me dijo que no podía violar la regla de los carteles y que tampoco podía llevarme los libros demasiado lejos de su sección.

Con mi libro en la mano, me puse a buscar un lugar para leer y afortunadamente encontré un sofá tremendamente cómodo donde me recosté sin dudarlo. El sitio estaba realmente bien y mi libro era muy entretenido, pero de pronto apareció un epsilón más para decirme que no podía subir los zapatos al sillón. Yo voltée a ver el sillón y me pareció que el material era suficientemente barato y resistente como para que no importara si yo subía los pies. Quien lo compró evidentemente había pensado que el sillón debía ser muy resistente y durable, además de cómodo. Seguramente esa persona se imaginó a alguien como yo, leyendo recostado, y quiso que el sillón fuera adecuado para la situación. Tras notar esos detalles, voltée a ver al epsilón y le dije que estaba bien, que prometía bajar los pies, pero los volví a subir en cuanto se fue.

Unos momentos después, el epsilón se acercó de nuevo y se mostró ofendido de que yo me irritara porque él insistía en reforzar una regla tan estúpida y contraria a la idea original del sillón. El tipo simplemente no se dio cuenta de que perdí las ganas de seguir leyendo en ese momento y que el sillón tuvo la tragedia de perder el fin para el que había sido puesto ahí: hacer sentir a alguien cómodo mientras leía.

Bajé a la planta baja y recordé que la biblioteca contaba con una excelente audioteca. Cuando entré al cuarto, noté que habían añadido un montón de computadoras para que la gente pudiera ver y oír las cosas. Eso era bueno, pero los materiales audiovisuales habían sido movidos a unos cuartitos y estaban alejados de la zona de libre acceso en la que solían estar. Sin prestar importancia a esto, entré en uno de los cuartitos buscando algo interesante con qué entretenerme, pero inmediatamente llegó una epsilona a sacarme. Ahora existía la regla de que uno debía usar a un epsilón para conseguir cualquier material... Debido a que la regla presuponía que yo debía saber qué era lo que quería ver y al hecho de que, en realidad, yo sólo quería cureosear, decidí salir de ahí.

De vuelta en el pasillo principal de la planta baja escuché que en el sistema de audio del edificio estaban anunciando un evento que iniciaría justo en ese momento en el auditorio. Sin nada mejor qué hacer, decidí entrar a ver qué era, porque en ninguna parte había información que me permitiera decidir previamente si quería verlo o no.

Nunca antes había estado en el auditorio. Es un buen local, aunque es decepcionantemente pequeño (unos 100 ó 150 asientos, supongo) si se le compara con el resto de la biblioteca. Evidentemente, la persona inteligente que había comprado el resto de las sillas y sillones de la biblioteca también había comprado las butacas. Elegí una de mi color favorito que estaba cerca del centro de la 5ª ó 6ª fila y me puse a observar las características acústicas del recinto. Dudé que el feo acabado de concreto reforzado del resto de la biblioteca fuera una buena opción para las paredes de un sitio donde se espera que haya espectáculos artísticos, pero después supuse que el presupuesto se les había terminado antes de llegar a esos detalles, porque el techo y el telón lucían claramente incompletos.

La convocatoria de los altavoces de la librería fue bastante buena. unas 60 ó 70 personas nos habíamos reunido, pero el evento desafortunadamente resultó ser una tarde de trova. Un tipo usando su asiento como caja de percusiones (o viceversa), dos supuestos guitarristas cuarentones y un bajista invitado formaban el "colectivo" (sip, usé las comillas de manera despectiva). Sé que en materia de música mucha gente puede estar en desacuerdo conmigo, pero la trova simplemente no pasa como música para mí (¿una canción sobre un oficinista que ve pasar el tiempo lentamente en el reloj de la pared?). El evento resultó una mala sorpresa.

Esperé un número de canciones que fuera suficientemente respetuoso como para que mi evidente salida no pareciera descortés (maldito asiento verde en una zona dentro de la línea de visión de todo el mundo). Antes de salir noté que la acústica del auditorio sí era bastante mala y que el equipo de sonido estaba dolorosamente mal equalizado.

Con suficiente indignación para una tarde, decidí irme, aunque en mi camino de salida pasé junto a una puerta de cristal con el cartel "zona de oficinas" y noté que un edificio anexo completo de la biblioteca está dedicado a oficinas. ¿Qué pueden hacer ahí? Si Vasconcelos fuera una biblioteca análoga a la biblioteca del congreso (como yo siempre he pensado que debería ser), entonces ese tamaño de oficinas estaría justificado para una escala mexicana de investigación legislativa; pero dado que Vasconcelos ni siquiera tiene fotocopiadoras o un sistema razonable de préstamo a domicilo, todos esos burócratas sólo pueden ser una fuente de maldad ilimitada.

En fin. Con mis reflexiones en la cabeza, decidí volver a casa

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